Los elegidos - Capítulos I y II
Capítulo
1
Hong Kong. China.
15 de abril de 2003. (0-0-0)
Tras la llamada de
la central, en Langley, hemos dejado aparcados nuestros asuntos en Japón y nos
hemos dirigido, desde nuestras oficinas en el centro de Tokio, a la Base Aérea
de Yokota. Según mi jefe, el asunto que nos han asignado es de vital
importancia y no debemos perder el tiempo. No me ha contado nada más. Es por
eso por lo que nos han fletado un avión militar solo para nosotros y en menos
de cinco horas, cuando lo normal es tardar casi el doble, estamos aterrizando
en Hong Kong.
Nada más tocar tierra, el avión se desvía hacia la derecha y encara
hacia una terminal no convencional. Frente a ella hay aparcados dos coches
negros que, me imagino, nos esperan a nosotros. Apostados junto a ellos, cuatro
asiáticos, con traje a juego con el vehículo, montan guardia.
—Escúcheme bien, Michael. Usted está aquí para aprender. Aunque se
dirijan a usted de forma directa, no contestará, solo hablaré yo, ¿me ha
entendido?
—Sí, señor ¿Quiere que centre mi atención en algo en especial?
—Sí, yo voy a estar muy ocupado toreando al enlace chino que nos va a
acompañar en todo momento. Eso me impedirá fijarme en todos los detalles. Esa
será su función. Cuando esta visita termine quiero que me redacte un informe
con todo lo que le haya parecido importante.
—De acuerdo, señor ¿Puede darme algún dato más sobre lo que nos vamos a
encontrar?
—No, no quiero que su mente esté condicionada. Le he escogido de entre
todos los agentes, que están destinados bajo mis órdenes en Japón, porque veo
un gran potencial en usted. Si hoy me demuestra que no me he equivocado, tendrá
un futuro brillante en la agencia.
—Gracias, señor. Intentaré no decepcionarle.
—Eso espero. Vamos, ya ha parado el avión. Es hora de empezar el
espectáculo.
Mientras cogemos nuestro mínimo equipaje y nos plantamos delante de la
compuerta de salida, veo como mi superior hace un movimiento extraño. Con su
mano derecha se masajea el tríceps izquierdo al mismo tiempo que en su cara
aparece una mínima mueca de desagrado. Sin darme tiempo a pensar sobre ello, el
soldado que se había mantenido alejado de nosotros en todo momento se acerca y
abre el portón. Sin pausa me veo saliendo del aparato usando una escalerilla
metálica que nos ayuda a bajar y tocar tierra. Nada más hacerlo vemos como un
escolta abre la puerta trasera del primer vehículo y de él baja un hombre solo.
La oscuridad que nos envuelve vence a la escasa luz que ofrecen el par
de farolas que están sobre el hangar y eso no nos permite ver a nuestro
anfitrión con nitidez. Aunque sí puedo detectar que camina como si tuviera todo
el peso del mundo sobre su encorvada espalda. Él comienza a acercarse y
nosotros también avanzamos para adelantar el encuentro.
—Bienvenidos a Hong Kong, señores. Esperábamos impacientes su llegada.
Gracias por venir —nos dice mientras ofrece su mano.
—El coronel Yang, supongo —saluda mi superior al tiempo que le estrecha
la mano.
—Así es. ¿Han tenido un buen vuelo?
—El mejor que se puede tener dadas las circunstancias.
—Me alegro. Si les parece no perdamos más el tiempo. Usted, señor Jones,
vendrá conmigo en la vanguardia del convoy, mientras que su ayudante irá en la
retaguardia.
—Me parece perfecto. Michael, ya lo ha oído, usted nos seguirá en el
segundo coche.
—Sí, señor.
—¿Cuánto tardaremos en llegar al hospital? —pregunta mi superior al
coronel chino.
—Unos veinticinco minutos.
Dicho esto, nos separamos y cada uno se dirige a su vehículo. Al
montarme en el mío, veo como uno de los guardaespaldas no sube a ninguno de los
coches. Se ve que no tenían prevista mi presencia. El otro escolta se sienta
junto a mí. Una vez acomodados, el coche arranca y salimos de las pistas del
aeropuerto en dirección noreste, si mi radar interno no se equivoca. A una
velocidad más alta de lo recomendable, circulamos esquivando el intenso tráfico
de esta ciudad. La carretera va siempre en paralelo a un mar tranquilo donde se
refleja un hermoso atardecer. De vez en cuando cruzamos algún puente que sirve
de nexo entre islas de diferentes tamaños y orografías.
Tras cruzar uno de ellos, parece que al fin hemos entrado en las
entrañas de la ciudad. Las luces de neón, recuerdo del pasado cosmopolita y
capitalista de Hong Kong, lucen orgullosas y deslumbrantes. No creo que China
consiga apagarlas jamás. De pronto el coche reduce la velocidad, creo que ya
hemos llegado a nuestro destino. Tras detenernos por completo, mi silencioso
acompañante me señala la puerta y me hace, con su mano, el gesto internacional
de abrir. Obediente, acciono la palanca y salgo. Una vez fuera me encuentro con
que el coronel y mi jefe están esperándome.
Tras ponerme detrás de ellos, levanto la vista y leo “Hong Kong Central
Hospital” en un cartel blanco con letras negras e insulsas. Su estado es
lamentable, pero es que el conjunto que lo rodea presenta peor cara si es que
eso es posible. Si de mí dependiera jamás cruzaría esas puertas, ni siquiera
para que me curaran un mal resfriado. La fachada muestra una dejadez y una
decrepitud que asustarían a cualquiera. No me esperaba esto ni mucho menos. Al
recibirnos un miembro del ejército rojo creía que iríamos a una base militar o,
al menos, a un lugar controlado por ellos. Pero este hospital parece uno de
esos que tratan, en los barrios bajos, a la gente que no tiene recursos. Bueno,
pienso para mí, a lo mejor el exterior engaña y por dentro está mejor.
—Un momento, caballeros —nos indica el coronel—, antes de entrar en el
edificio es necesario que tomen una serie de medidas de protección —dicho lo
cual hace una señal a sus hombres y estos nos dan una mascarilla facial, de las
que suelen usar los médicos, unas gafas de seguridad con protección lateral y
unos guantes de látex. También nos dan unas fundas de papel para los pies.
—¿Tan contagioso es? —pregunta mi jefe mientras se pone todo el kit con
una soltura que demuestra que esto ya lo ha hecho muchas otras veces con anterioridad.
—Sí. Les recomiendo que no toquen nada, ni siquiera su cara mientras
estén dentro de estas instalaciones y que se laven a menudo las manos mientras
estén en el interior y cuando salgan de aquí. Ahora entremos.
Al cruzar las puertas y toparme con dos soldados chinos armados con un
fusil automático y protegidos con trajes NPQ que se cuadran al entrar su
coronel, mi estado de alarma sube a DEFCON 2.
—¿Por qué sus soldados llevan el grado de protección máximo y nosotros
no? —pregunta mi jefe como si me leyera la mente.
—Ellos son la primera línea de defensa y su exposición a la enfermedad
es máxima ya que por estas puertas estamos recibiendo a una cantidad ingente de
enfermos. Debo asegurar que mis soldados están protegidos para poder actuar,
aplicando la fuerza que sea necesaria, en cualquier momento.
—¿Teme algún tipo de ataque hostil?
—Nunca se sabe. Hay que estar preparados para afrontar cualquier
situación. Continuemos.
Dejando atrás a los soldados, al fin entramos en el hospital. Y lo que
se ve, de primeras, es que es un auténtico caos. Enfermos tirados en sillas
esperan su turno sin un mínimo de control o triaje. En el mostrador, una
anciana que, por lo que parece, tiene más huevos de los que se les suele
presumir a los chinos, no deja de increpar al auxiliar que la atiende. Éste,
con una cara de circunstancias que, al verla, me da ganas de reír, la escucha
impasible e impertérrito. Yo todavía seguiría con la sonrisa en la cara si no
me hubiera fijado en el que debe ser su marido. Dejado caer sobre una camilla
que está junto a la vieja, parece más muerto que vivo. Solo una tos, acuciante
y seca, lo saca, de vez en cuando, de su rigidez. Aunque, por lo que veo, más
le valdría desmayarse. Blanco y decrépito, el hombre languidece sin que nadie
haga nada por él.
Mientras pasamos por delante de ellos, no puedo evitar fijarme en que un
encargado, que permanece en un segundo plano bastante alejado del que atiende
al público, al ver al coronel, le hace una señal con la cabeza señalando al
anciano enfermo. Una indicación, que, si fuera paranoico, diría que avisa a
nuestro anfitrión de más problemas. Si a eso le añadimos que ese tipo es el
único, si descontamos a los soldados, que va igual de protegido que nosotros,
empiezo a sospechar que aquí pasa algo gordo.
Seguimos adelante en dirección a una doble puerta. Lo extraño es que, si
bien cada metro cuadrado de este vestíbulo está a rebosar de gente enferma,
delante de esta salida no hay nadie. Es como si tuviera un perímetro de
seguridad, de unos tres metros cuadrados, en los que nadie puede entrar. Y es
justo lo que nosotros vamos a hacer. El coronel pasa una tarjeta por un lector
y, tras abrirse automáticamente las compuertas retardantes, cruzamos al otro
lado.
Al hacerlo pasamos
de un infierno a un infierno al cuadrado. Este también está custodiado por dos
cerberos protegidos de pies a cabeza. Estos guardianes permanecen con las armas
apuntando a un pasillo abarrotado de gente enferma. Si en el anterior vestíbulo
ya era difícil esquivar a los enfermos, aquí parece que va a ser una misión
imposible. Multitud de camillas ocupadas con pacientes están pegadas a la
pared. También hay gente indispuesta acostada en el suelo sobre míseras mantas
de raso. La mayoría de ellos están acurrucados en posición de decúbito supino.
Todos ellos permanecen ajenos a nuestro paso. Por lo que se ve a simple vista,
tienen problemas más graves de los que ocuparse.
En un momento dado, intentando pasar entre una señora con mucho
sobrepeso que está sobre una camilla y un carro que está entrecruzado en el
pasillo, me desequilibro y toco la cara de la señora con mi mano izquierda. Al
instante, levanto la mano como si me hubiera mordido una serpiente de cascabel.
Por un lado, porque la enferma está tan caliente que he notado su fiebre a través
del guante como si nada nos separara. Segundo porque la cara de miedo que he
visto en el soldado que va tras de mí, me ha acojonado a niveles cercanos al
pánico.
—¡Quieto!, ¡no se mueva ni toque nada!
Mientras pienso que la he jodido y que jamás saldré de este lugar sano y
salvo, un soldado se acerca a mí y, con dudas, pero con sentido del deber, me
indica que levante las manos con las palmas hacia arriba. Las coloco como me
pide y, al instante, saca un frasco no sé de dónde y me echa un líquido sobre
los guantes.
—Solución acuosa desinfectante. Restriéguese a conciencia. Una vez hecho
eso, quítese los guantes, tírelos a ese cubo de residuos biológicos y le volveremos
a echar desinfectante para que se limpie las manos también a conciencia.
Acuérdese de llegar a todos los rincones, huecos entre dedos, uñas etc. —me
dice el coronel Yang con temor en los ojos.
Sin perder ni un minuto sigo sus indicaciones bajo la extraña mirada de
mi jefe que no consigo descifrar. Creo que, si salgo de esta, mis posibilidades
de ascender están, ahora, por debajo de cero. Una vez limpio, me ofrecen otros
guantes que me coloco, como puedo, mientras soy incapaz de detener el temblor
de mis manos.
—Sigamos, pero por favor, no la vuelva a cagar —comenta el coronel.
Una vez pasado el susto, continuamos andando y es entonces cuando reparo
en la banda sonora que nos acompaña desde que hemos cruzado las últimas
puertas. Solo se escuchan toses secas en una melodía solo interrumpida, en
contadas ocasiones, por algún que otro lamento y sollozo lastimero.
Tras andar por varios pasillos infestados y dar más vueltas que una
noria, llegamos a las compuertas de lo que parece un laboratorio. Ambas están
marcadas con dos señales que anuncian riesgo biológico. Miro a la caterva de
enfermos que nos rodean y no dejo de maravillarme con la ironía. Con los dos
que están frente a ella, ya son seis los soldados que he contado.
—¿Para llegar aquí era necesario pasar por todo lo anterior? —pregunta
mi jefe.
—Sí, quería que viera a lo que nos enfrentamos.
—Hubiera bastado con ver las cámaras de seguridad —expresa mi jefe sin
poder ocultar el malestar que siente por tanta tontería.
—Pienso que así ha sido más efectivo, ¿no cree?
—Sí, muy instructivo. ¿Cuántos casos tienen registrados en Hong Kong?
—Ahora mismo sobrepasamos los mil trescientos.
—¿Con qué tasa de mortalidad?
—En algún momento hemos llegado al 18,2%.
—Me hago cargo. ¿Le han explicado para que estamos aquí?
—Sí.
—Entonces entiendo que no vamos a tener ningún problema. A partir de
ahora yo estoy al mando. Espero la máxima colaboración de usted y de sus hombres.
—Así me lo han ordenado y así será.
—Perfecto. Comencemos. Vamos, Michael, es hora de ganarnos el sueldo.
Sepa que, al menos, estaremos encerrados en estas instalaciones unos trece días.
Debemos asegurarnos de que no se ha contagiado —me dice con una media sonrisa
que hace que un escalofrío recorra mi espalda como un latigazo—. No se
preocupe, estaremos tan ocupados con lo que hay dentro de este laboratorio de
nivel BSL-4 que no tendrá tiempo para pensar en lo que le pueda suceder.
Y mientras cruzamos las puertas veo que mi jefe vuelve a hacer el mismo
gesto que hizo al salir del avión. Algo me dice que, si en este equipo hay
alguien prescindible, ese soy yo.
Capítulo 2
Guéckédou. Guinea.
28 de marzo de 2014. (0-0-0)
El convoy de
Naciones Unidas en el que vamos entra por el norte de la prefectura de
Guéckédou y, al hacerlo, se nota que estamos cerca de la frontera con Liberia.
No hemos visto tanta presencia de efectivos del ejército guineano desde que
salimos de Conakri.
Por las calles asfaltadas de tierra por las que circulamos, vemos
camiones abarrotados de milicianos apostados en cada cruce. A nuestro paso, sus
miradas nos persiguen mientras estamos en su ángulo de tiro. Yo, que conozco
esa sensación de tensión y poder, sé que mientras nos controlan, sus manos
agarran los AK-47 con firmeza dispuestos a disparar al menor síntoma de peligro
o rebeldía.
Hace trece horas que salimos de la capital de Guinea y desde que nos
abandonó el asfalto, mi cuerpo está sufriendo cada bache que nuestro conductor
se empeña en pisar. Pero claro, no puedo responder a su idiotez como quisiera.
Hasta que lleguemos a nuestro destino, debo seguir con el rol que estoy
jugando.
La idea de utilizar los todoterrenos de las Naciones Unidas, como
caravana del desierto que nos lleve al oasis prometido, no es nueva. Deberían
de haber aprendido la lección, pero su propio espíritu altruista les hace
confiados y manejables, perfecto para los intereses de la agencia. Durante el
trayecto he charlado, largo y tendido, con los médicos que me acompañan. Se han
tragado que, mi compañero y yo, somos periodistas del Washington Post. Incluso
se han puesto muy contentos al creer que, por fin, un medio tan importante de Estados
Unidos va a poner el foco en el desastre médico que está sufriendo la zona. La
verdad es que deben estar muy necesitados para no ver que tenemos aspecto de
todo menos de periodistas. Pero como dicen, no hay más ciego que el que no
quiere ver.
Yo les he dado palique mientras el marine que me acompaña permanece
atento a cualquier amenaza, haciendo como que duerme para evitar preguntas
indiscretas. Al tener menos experiencia que yo en mentir debe utilizar trucos
baratos como ese para disimular. De la paja con la que mis acompañantes me han
taladrado la cabeza durante horas he conseguido sacar algunas agujas
interesantes. Es cierto que me he tenido que tragar multitud de historias,
tristes y desesperadas, sobre su lucha contra la adversidad y la falta de medios.
Relatos que me han llenado los oídos de dramas humanos que harían llorar a
millones de personas, sobre todo, si televisiones o periódicos como el mío se
decidieran a contar la verdad y no obviaran lo que pasa entre el ecuador y los
paralelos 20º norte y sur. Cada dos por tres me daban las gracias por venir a
darles voz. Y yo asentía y simulaba que tomaba notas y más notas.
Y entre tanta palabrería, lo más importante es que, si no están
equivocados, me han confirmado lo que ya sabíamos, por lo que, el objetivo
principal de este viaje, si no la ha cagado mi hombre de campo, está al alcance
de mi mano.
Por otro lado, si bien tenemos una red bastante fiable de informadores
en este rincón del mundo olvidado de la mano de Dios, tampoco me voy a quejar
de que me hayan dado algunos datos de primera mano con los que contrastar los
míos. Por lo que se ve, la epidemia de ébola sigue su curso tal y como
planeamos. Comenzó el 6 de diciembre del año pasado en una aldea cercana,
Meliandou. Allí, un niño de dos años fue el paciente cero. A partir de él, el
virus se extendió sin control y las últimas noticias indican que ya ha cruzado
las fronteras de Liberia y Sierra Leona. Según mis compañeros de viaje, el
número total de casos confirmados o sospechosos es de ciento doce, incluyendo
setenta fallecidos, lo que da una tasa de letalidad del 62,5 %, que es bastante
interesante. Nuestras estadísticas nos dan una letalidad un poco mayor, pero
para lo que buscamos es más que suficiente.
Llegados al punto en el que, ya me va a ser difícil seguir disimulando
que estoy tomando notas para un reportaje inexistente sin que me levante y le
pegue un tiro a alguno de estos santos, me incorporo un poco del asiento y toco
el hombro del conductor.
—Amigo, ¿puede dejarnos en la Oficina del Gobierno Federal?
—¿Cómo? ¿No continua con nosotros hasta el campamento médico? —pregunta
el jefe médico con el que más he hablado.
—Lo siento, primero tenemos que arreglar algunas cuestiones burocráticas
en la prefectura —me justifico con la mejor cara de aflicción que puedo poner.
—Si quieren les esperamos —insiste—. Por tardar unos minutos más en
llegar a nuestro destino no pasará nada.
—No será necesario. Sabremos llegar a donde debemos ir —intento zanjar
la cuestión antes de tener que ponerme borde.
—Le recuerdo que estamos a menos de setenta y cinco kilómetros de uno de
los países más peligrosos del mundo y las incursiones de rapiña de los
liberianos están a la orden del día —me dice con sincera preocupación en sus
palabras. Me pone enfermo tanta bondad.
—No se preocupe, sabremos cuidarnos. Somos corresponsales de guerra.
Hemos estado muchas veces en territorio comanche y todavía seguimos vivos —le
digo mientras la mueca que, sin poder evitar, pongo en mi cara, sé que no debe
ser muy amigable.
—De acuerdo —dice, mientras parece que ya se ha dado por aludido, aun
así, insiste—. De todas maneras, apúntese el número del teléfono vía satélite
que tenemos en el campamento por si necesita cualquier cosa. He visto que
ustedes llevan uno, mejor incluso que el nuestro.
—Ya se lo he dicho, sabemos lo que hay que hacer. Espero que todo les
vaya bien.
—Igualmente. Recuerde todo lo que le hemos contado y transmítaselo al
mundo. Muchas vidas inocentes dependen de ello.
—El mundo sabrá de primera mano lo que aquí está ocurriendo, tiene mi
palabra —mientras le ofrezco mi mano, le miento en la cara y me siento bien.
Él se acerca a mí y, en vez de estrechármela, me abraza, como quien
despide a su última esperanza. Yo le devuelvo el abrazo, con el mínimo contacto
físico posible, mientras veo como el cabrón del soldado que me acompaña sale
pitando hacia el edificio gubernamental con una expresión de cachondeo en la
cara.
El médico me suelta, se monta en el vehículo y se va. Por fin ya estamos
solos. No es que lo necesitemos mucho, pero el escudo de esas dos siglas nos ha
ayudado a llegar hasta aquí. Incluso me va a permitir cruzar estas puertas sin
que los guardias armados de la misma me pongan muchos problemas. Eso sí, lo que
pase dentro, ya es otro cantar.
Paso junto a los dos mastuerzos y entro en un vestíbulo cargado de
humedad y calor. Varios ventiladores de techo dan vueltas a tan baja velocidad
que las moscas, holgazanas, los cubren en su totalidad haciéndolos parecer de
color negro. Mi escolta se coloca en la esquina más cercana a la puerta,
apostado junto a la bandera de Guinea. Los pliegues rojo, amarillo y verde lo
camuflan un poco. Desde ahí, controla el único acceso al interior del edificio.
Si surgen problemas, vendrán de esa dirección. Me acerco al mostrador.
—Buenos días, quisiera hablar con el prefecto —le indico al funcionario
en un más que correcto francés.
—En estos momentos no puede atenderle —me responde sin levantar la vista
de sus papeles, la mayoría de los cuales están en blanco.
—Perdone que insista, pero creo que para mí tendrá un minuto —le digo
dejando caer un billete de cien dólares sobre su escritorio.
En un abrir y cerrar de ojos lo coge y se lo guarda en el bolsillo. Sin
mirarme, se levanta y se aleja hacia el fondo de la sala para entrar en un
despacho que estaba cerrado. Tras unos minutos de espera, sale y me indica con
la mano que vaya. Cruzo una puerta auto batiente y llego hasta donde él se
encuentra.
—Muchas gracias por su colaboración —le susurro mientras le pongo otro
billete de cien en el bolsillo superior de su camisa. Él me mira un instante y
se va rápidamente. Ha captado la indirecta.
Ya sin testigos, entro y cierro la puerta a mis espaldas. El prefecto,
al verme hacer eso, se pone nervioso y comienza a remugarse en su silla. Se
nota que está acostumbrado a controlar la situación, no a lo contrario.
—Perdón, Creo que no nos han presentado.
—Brown, Michael Brown.
—De acuerdo, señor Brown, ¿es usted americano o inglés? Lo digo porque
no termino de ubicar su acento.
—Soy americano. Lo del acento es porque viajo mucho.
—Ya veo ¿En qué puedo ayudarle? Y le agradecería que volviera a abrir la
puerta, como ve hace mucho calor aquí, en mi ciudad —con ese comentario quiere
dejar claro desde el principio que estoy en su terreno y que aquí manda él. Qué
equivocado está.
—Mejor la dejamos cerrada —le digo mientras me acerco a su mesa con un
movimiento rápido, me siento frente a él, y le miro a los ojos—. No queremos
que nadie se entere de nuestros negocios, ¿verdad?
—¿A qué negocios se refiere? —ya comienza a recular.
—A los que tengo yo, los cuales, si usted no interfiere, le harán ganar
una comisión de quinientos dólares americanos ahora—y dicho esto, planto cinco
billetes de cien sobre su escritorio de caoba. La avaricia sale a borbotones
por sus pupilas—, y otros quinientos después cuando mis asuntos lleguen a buen
puerto.
—¿Qué es lo que necesita de mí? —dice mientras coge el dinero y lo
guarda en el primer cajón de su mesa. Ya es mío.
—Lo primero y fundamental, su discreción. Lo segundo, un salvoconducto,
de su puño y letra, que nos permita, en caso de que lo necesitemos, movernos
libremente fuera de su ciudad. Y tercero y más importante, un par de hombres
suyos, de esos que van armados, para que nos escolten durante el tiempo que
estemos por aquí. Y, por supuesto, requerimos transporte. Con un todoterreno
será más que suficiente.
—Creo que puedo ofrecerles todo lo que necesitan ¿Cuánto tiempo piensan
quedarse?
—Si todo va bien, en unas tres horas habremos desaparecido de sus
tierras y será como si nunca hubiéramos estado aquí y usted será, mil dólares,
más rico. ¿Qué le parece?
—Me parece que tenemos un trato. Lo único es que mis hombres son caros.
Tenía prevista esta negociación.
—Me lo imaginaba. Aquí tiene un incentivo de doscientos cincuenta
dólares por cada uno de ellos. Ya se encargará usted de dárselos —estos
billetes también van a su escondite secreto.
—No se preocupe, yo se los daré —dice mientras la codicia supura por
cada poro de su piel—. Ahora avisaré a mis dos guardias personales para que los
acompañen a donde necesiten.
—Perfecto, cuando hayamos terminado, si todo sale bien, les daré el
sobre con la mitad que falta y puede que, si sigo contento, tengan un pequeño
extra —y mientras le digo esto, abro la chaqueta y, al mismo tiempo que le
muestro el sobre en el que supuestamente está el dinero, también le enseño, la
culata de mi pistola —pero eso será si todo sale a pedir de boca, ¿estamos de
acuerdo?
—Por supuesto. Acompáñeme y los pondré a su disposición. ¿A dónde los
deben llevar primero?
—Al Hospital Prefectural de Guéckédou.
—Pero si solo está a doscientos metros de aquí. Pueden ir andando.
—Lo sabemos, pero si tienen lo que hemos venido a buscar, necesitaremos
un transporte rápido para ir a otro lugar un poco más apartado.
—¿A dónde? Si puede saberse.
—A la frontera con Liberia.
—¿Está usted loco? ¡Mis hombres jamás aceptarán eso! Las patrullas fronterizas
liberianas ya han matado a muchos de los leales soldados de Guinea en partidas
sanguinarias y atroces llevadas a cabo a kilómetros de distancia de su país.
Cualquier acercamiento a esa frontera es casi una sentencia de muerte.
—Tranquilo, no se asuste. Lo tenemos todo controlado. Sabemos
exactamente adónde ir y en qué momento para que nada nos ocurra. Aun así, ¿qué
más le da? —le digo dándole otros quinientos dólares—. Total, usted no va a ser
quien nos lleve —le digo mientras le sonrío de forma amistosa.
Esto termina por convencerlo. Tras reunirme con mi soldado, salimos los
tres del edificio oficial y el prefecto se acerca a sus hombres y les ordena
acompañarnos. En un primer momento, los soldados se niegan siquiera a moverse
de la puerta en la que están. Pero, tras la entrega de unos cuantos billetes y,
me imagino, la promesa de alguno más para cuando vuelvan, se giran hacia
nosotros y nos dicen que los acompañemos. Parece que, al final, sí que tenemos
la escolta que necesitamos.
—Iremos andando —nos dice el más corpulento de los dos—. Mi amigo irá
luego a buscarnos en el todoterreno si es que al final lo necesitan.
Como no quiero comenzar con mal pie, no discuto.
—Sin problemas. Nos gusta caminar.
La verdad es que el paseo solo dura cuatro minutos. Al llegar al
hospital, el viejo recuerdo de Hong Kong acude a mi mente. No es la misma
situación ni de lejos, pero haberme especializado en guerra biológica es lo que
tiene. Aquella vez solo era el ayudante que se encontraba en su primera misión
de campo y debía saber cuál era su lugar. Hoy estoy aquí, como responsable de
este operativo en territorio hostil, con una misión clara y específica que,
según me ha indicado mi jefe, es vital para continuar con los progresos en
nuestros laboratorios.
—Permanezcan fuera por favor —le ordeno al soldado—. Aquí dentro no les
necesitamos. En unos minutos saldremos y será entonces cuando el coche deberá
estar ya aquí —el soldado va a renegar, pero esta vez, al ver mi expresión, al
fin comprende quien manda aquí. Se aleja un poco y se apoya en la pared a fumar
un cigarro.
Una vez solos, nos acercamos a la puerta y al poner la mano en el pomo
no puedo evitar tener la sensación, aunque sé que no va a suceder, de que voy a
volver a entrar en el infierno. Abro las puertas y una ligera brisa refrigerada
se desliza por encima del sudor que cubre todo mi cuerpo. Un escalofrío recorre
hasta el último rincón de mi ser.
A diferencia de aquella vez en China, este hospital está casi vacío.
Solo veo a un aldeano con lo que parece un brazo roto y a una madre con un
chiquillo que, por cómo se sujeta el bajo vientre y llora, lo más seguro es que
tenga apendicitis. Ni rastro de enfermos de ébola. Cojo el teléfono vía
satélite y marco el número que está guardado en el primer lugar de la memoria.
—¿Sí? —un fuerte acento tejano me responde.
—Soy yo. Ya estoy en el vestíbulo.
—De acuerdo, señor. Solo tiene que cruzar la puerta que verá a su
izquierda y seguir el pasillo que encontrará hasta la puerta que indique
“almacén”. No tiene pérdida.
Aviso al marine y nos adentramos en el interior del hospital. Tras
recorrer el camino indicado durante al menos un par de minutos, llegamos a
nuestro destino. Golpeo tres veces y se abre la puerta. Mi segundo, Owen, nos
recibe.
—Me alegro de verle, señor —me dice mientras me da la mano.
—Igualmente. ¿Lo tiene? —le digo sin perder el tiempo.
—Si, señor. Aquí mismo.
—¿Alguna dificultad?
—Nada que no pueda solucionar el dinero.
—Ya le digo. Me encanta este país. Vamos al grano. Enséñemelo.
—De acuerdo. Sígame, señor.
—Permanezca de guardia en la puerta. No deje pasar a nadie, ¿me
entiende? —le ordeno al escolta.
—Si, señor.
Tras asegurar la privacidad que necesitamos, entro siguiendo a Owen al
almacén. Es un espacio enorme, repleto de estanterías cargadas hasta los topes
de material médico. Las siglas de las Naciones Unidas aparecen serigrafiadas en
casi todas ellas.
—Interesante —susurro a Owen.
—Este material pertenece a mi contacto en la zona. ¿Por qué cree que no
ha visto a ningún enfermo de ébola en el hospital y mucho menos a ningún médico
europeo en estas instalaciones? Se le acabaría el chollo. Él va acumulando los
productos más valiosos y luego los introduce en el mercado negro cuando le
interesa y al precio que le conviene. Un plan perfecto. Mientras nadie sepa
esto, el material seguirá llegando fruto de donaciones que hace gente ignorante
del primer mundo y, una vez aquí, especuladores como mi protector, se hacen
cada vez más ricos.
—Será conveniente mantener buenas relaciones con este contrabandista.
¿Qué le ha prometido por la ayuda prestada para llegar hasta aquí y mantener el
paquete fuera de miradas indiscretas?
—Un cargamento completo de cinco toneladas de material de primera
calidad para comienzos de mayo.
—Entiendo, pero me imagino que eso no ha sido suficiente para todo lo
que ha tenido que hacer en estos últimos meses.
—Así es. Como verá, debido a las peculiares características del paquete,
he tenido gastos extra —me dice Owen mientras llegamos al extremo más alejado
del almacén. Aquí es donde, por lo que se ve, ha estado viviendo mi segundo los
últimos cuatro meses. Un camastro, una mesa, una silla, un hornillo y un
pequeño frigorífico que está junto a un congelador de dimensiones medias, han
sido su hogar durante las últimas semanas.
—Mucho mejor que el Ritz. ¿Cuánto le ha costado esta maravillosa suite y
la discreción que implica?
—Un Rolex y diez mil dólares. Eso sí, la comida que me han traído todos
los días estaba deliciosa, aunque echo de menos una buena hamburguesa.
—Si todo sale bien, en un par de horas le invitaré a una. Es lo menos
que le puedo ofrecer por haberlo tenido aquí tanto tiempo. El operativo de
extracción era complicado, además, necesitábamos tiempo para saber si la
epidemia seguía los cauces previstos.
—Lo entiendo, señor. Sé que era necesario.
—Perfecto, entonces no perdamos más el tiempo. Quiero verlo.
Owen se aleja unos pasos y abre el congelador. En su interior, hay un
arcón rectangular y opaco.
—¿Puede ayudarme a sacarlo? El contenido no pesa mucho, pero el conjunto
en sí, sí que pesa bastante.
Cogemos cada uno de un asa del contenedor isotérmico que hay en el
interior del congelador y lo sacamos fuera.
—No es que no me fie, pero comprobemos su contenido.
Owen se agacha y abre la tapa. Dentro, como si de una muñeca matrioska
se tratase, hay otra caja, esta transparente, que mantiene el contenido a la
temperatura requerida de conservación y al mismo tiempo permite ver,
perfectamente, lo que hay en su interior. Esta vez sí que tenemos en nuestras
manos al paciente cero.
—¿Cómo lo consiguió? —le digo mientras miro el pequeño cuerpo que tantos
secretos nos puede desvelar. Lo que más llama mi atención es la expresión de
paz que se ve en su carita.
—Tras seguir, con discreción, la evolución de la enfermedad en el niño,
cuando ya no había nada que hacer por él, soborné a uno de los celadores y me
lo llevé minutos antes de que falleciera. Cuando Dios acabó con su sufrimiento,
sin perder tiempo, lo congelé y hasta ahora. Tuvimos suerte de que el paciente
fuera un niño. ¿Cómo saldremos de aquí?
—Ahora lo verá.
Sin perder tiempo, cojo el teléfono vía satélite y llamo al portaaviones
USS Abraham Lincoln que está en aguas internacionales frente a la costa de
Liberia. Tras establecer contacto pido extracción aérea inmediata y segura en
las coordenadas, 8°31'13.9"N 10°05'37.3"W. Código Quebec, Romeo,
Romeo.
—Ya está, en una hora un MH-60 Sea Hawk se posará cerca de la frontera
con Liberia y nos sacará a todos de este país. Recoja sus cosas, no hay tiempo
que perder —y mientras cierro el contenedor me permito una pizca de orgullo al
pensar que, gracias a los misterios que guardan las células de este ángel,
nuestro departamento podrá tomar ventaja en esta loca carrera armamentística en
la que todos estamos metidos.
Comentarios
Publicar un comentario