Mi relato "Paraíso perdido" presentado al Concurso de relatos #HistoriasdeAnimales de Zenda Libros

Paraíso perdido

Allí está. Agazapado entre la maleza. Tras horas esperando al fin he localizado a uno de los últimos especímenes. Preparo mi cámara dispuesto a grabarlo cuando de pronto se levanta, quedando expuesto sin protección alguna, dirigiendo sus puntiagudas orejas hacia el este.

A cien metros, un tipo delgado, de pelo largo y barba, se acerca al animal sin medir sus pasos ni ocultarse. Sonrío. Sé que cuando vuelva a fijarme, el lince ya habrá huido. Giro la cabeza y me sorprendo al ver como el animal no solo no se ha ido, sino que se acerca al extraño como quien va al encuentro de un amigo.

Cuando ambos están frente a frente, el hombre se agacha y, con delicadeza, coge la cabeza del felino y apoya la suya en la de él. Jamás había visto una conexión tan fuerte, aun desde la distancia escucho el ronroneo salvaje de ambas gargantas. Cautivado por el espectáculo trato de no hacer ruido, pero cuando el extraño acaba con la vida de tan magnífico ejemplar girándole el cuello con un movimiento seco y brutal, no puedo evitar abalanzarme hacia él gritando.

El cazador, mientras acuna a su víctima en sus brazos, me mira con lo que creo que son lágrimas rodando por sus mejillas.

—Cabrón, ¿no sabes que quedan muy pocos? —le insulto mientras le pego un puñetazo en plena cara.

—¿Te has quedado a gusto? Como siempre, abrazáis la violencia como primera opción. Creí que tú, como zoólogo, serías diferente. En fin, deberías acompañarme. Tu misión aquí ha acabado. Lamento decirte que has fracasado.

—¿Qué sabes tú de mí?

—Que, como mi mandíbula puede atestiguar, estás dispuesto a todo por salvar a los linces de la extinción, pero siento decirte que ya no queda ninguno. Este era el último.

—Eso es mentira. Sé que hay más y que podré salvarlos de gentuza como tú.

—Llegas tarde. Ven conmigo y comprenderás.

Aun en mi ira, al ver que sus pupilas están llenas de amor y compasión, dudo. La verdad es que el de hoy es el único que he visto en semanas.

—Está bien, iré contigo, pero tendrás que ser muy convincente para que no te denuncie.

Comenzamos a andar y al cabo de veinte minutos llegamos a un enorme árbol bajo el que descansa una furgoneta negra. Él abre el portón y veo, en su interior, un arca de cristal anclada con fuertes arneses y conectada a un pequeño generador. Mi acompañante la destapa y un vapor frío surge de ella. Con delicadeza y devoción deja el cadáver en su interior y la cierra.

—Vámonos.

Durante la siguiente hora circulamos en silencio por carreteras más que secundarias hasta que llegamos a un pequeño edificio pintado de camuflaje tierra. Sin duda, desde cualquier punto, es casi invisible. Al acercarnos, una compuerta se abre y la cruzamos, adentrándonos en la oscuridad. Sin solución de continuidad mi estómago me avisa con un retortijón de órdago que estamos bajando a gran velocidad, hasta que, enseguida, nos detenemos al ralentí.

—Ya puedes bajar.

Lo hago permaneciendo pegado al metal hasta que se hace la luz y me quedo ciego durante un instante. Al enfocar de nuevo, lo que ven mis ojos me deja sin aliento. Hasta donde alcanza la vista hay miles de urnas apiladas en perfecto orden. Las hay de todos los tamaños posibles, enormes y diminutas. Por lo que parece unas están llenas y otras vacías, aunque estas últimas parecen las menos. Todas tienen una etiqueta identificativa.

—¿Qué es todo esto? —pregunto mientras me acerco a las dos que tengo más cerca de mí. En ellas un león del Atlas y un dodo, flotando en un líquido que no reconozco, me miran con ojos vacíos de vida.

—El resultado de siglos de acción humana.

—Bonito museo. He de reconocer que son unas falsificaciones muy buenas y que, seguro, te dan buenos beneficios pero que hayas matado al lince para esto es deleznable.

—Créeme, no son copias.

—¿Quieres que me trague que son reales?

—Te lo explicaré. Yo soy un científico de una raza ancestral enviado a la Tierra a catalogar sus especies desde su origen hasta su final. Llegado el momento acudo a donde se encuentra el último superviviente y termino con su agonía para después almacenarlo aquí.

—A ver si lo he entendido bien. Tú, en el siglo XVII, mataste a este que era el último dronte para terminar de rematar a la especie. Buen chiste. Tienes suerte de que no sepa donde demonios estamos, devuélveme a la civilización y no diré nada de tus locuras.

Sin mediar palabra, el extraño aprieta la hebilla de su cinturón y su imagen se desvanece dejando a la vista su verdadero aspecto. Ahora sí que puedo asegurar que no es de aquí.

—Vaya, alguno de los que, seguro, tienes por aquí podrían pasar por parientes tuyos. De acuerdo, me creo tu historia, pero dime, con toda tu sabiduría, ¿por qué no los salvaste?

—No soy un dios. Una vez, desobedeciendo las leyes de mi pueblo, intervine en vuestros asuntos, pero no salí bien parado. Al final he comprendido que, llegado el momento, lo mejor que puedo hacer es ayudarles a escapar del camino solitario y terrible al que la humanidad les ha condenado. Piénsalo, sí estuvieras en su caso, ¿desearías vivir sabiendo que estás completamente solo?

—¿Me quieres decir que el último es consciente de que lo es?

—Sí. Ya has visto como ha acudido a mí el lince. Él sabía que venía a liberarle. Mientras no detengáis vuestra mano aniquiladora, seguiréis abocados al desastre. Tú no has sido el único al que he traído aquí. A todos ellos hablé y sé que trataron de cambiar las cosas. Ahora te toca a ti. Espero que tengas más suerte que ellos. Y no solo lo digo por los animales —dice señalando con un gesto una caja vacía similar a un ataúd que no está lejos de nosotros. 

  No me hace falta acercarme para saber a quién espera.



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